El camino de Juan
/La ruta provincial 312 es el reflejo de los caminos del este tucumano en los meses de la zafra. Los restos de cañas se despliegan por el asfalto que, ayuno de las demarcaciones habituales, se extiende yermo y gris. Sólo la infinidad de baches que hieren la calzada en cantidades insensatas sacan al conductor de la monotonía del camino y lo mantienen atento cuando la duermevela arrecia después de la medianoche. El viento nocturno, que lleva y trae lo que dejan las rastras cañeras en su trayecto diario, acerca a la memoria el aire seco, caliente y amarillo de las tardes que reclaman algún aguacero de esos que suelen permanecer ausentes en esta época del año. Ya a unos kilómetros de la ciudad, la temperatura va descendiendo. La primavera tucumana tiene ese vaivén térmico que oscila entre el mediodía seco y caluroso y la noche apacible y agradable y que se afirma al adentrarse en terreno rural. A la vera de la ruta 312 van apareciendo las plantaciones de caña. Algunas pocas todavía no pasaron por el proceso de cosecha por lo que el ocre resalta cuando el haz de las luminarias de los autos las hace visibles; por otras ya pasaron el cañero, el tractor y el fuego y el paisaje es más desolador, más triste. Lejos queda el verde del pedemonte del oeste tucumano, donde los limones y las naranjas son el paisaje agrario preponderante. Pero esa lejanía es más una sensación, San Miguel de Tucumán está apenas a 12 kilómetros; Yerba Buena y Tafí Vejo, las puertas de la zona oeste, a menos de 20. Esos cañaverales anuncian la cercanía del Ingenio La Florida que entre mayo y octubre pone a funcionar las chimeneas que hacen su aporte al telón de humo y bagazo que opaca en gris el celeste de la altura. El pueblo que se erigió en las orillas del ingenio a finales del siglo XIX hoy es la Comuna Rural de La Florida y Luisiana. Hasta allí llegó el cura párroco Juan Viroche en 2013.
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Manuel Pérez tenía 15 años a mediados de los ochenta. Frente a su casa en el barrio Victoria de la capital tucumana había un terreno que, junto a su barra de amigos, usaba como potrero. Una tarde se encabronó cuando vio que otro grupo de chicos se había agenciado el lugar. Manuel buscó a sus compinches y reclamaron sus derechos sobre el terreno. Entre los nuevos, Manuel reconoció al chico que atendía la carnicería del barrio y desde que lograron reconquistar el potrero quedó entre ellos una pica importante. Al tiempo, Manuel comenzó a asistir a los espacios juveniles de la iglesia. “En la carnicería pegábamos los afiches invitando a participar en las novenas, en los encuentros que hacíamos y él, al verme un día, se animó a participar. Después confesó que en realidad entró al grupo por la rivalidad que teníamos y quería que algún día nos boxiemos [sic]. Después terminamos siendo muy amigos”. Así recuerda Manuel Pérez al padre Juan Viroche, como el chico que trabajaba en la carnicería y que con el tiempo se convirtió en el amigo que conservó por 30 años. Y así lo recuerda: “Para mí siempre fue Juancito, más allá de ser el padre Juan, él era mi amigo”.
La necesidad obligó a Juan a abandonar el secundario para trabajar. La curiosidad lo llevó luego a acercarse a la iglesia. El compromiso lo transformó más tarde en sacerdote. Ese compromiso que, según sus amigos, constituía su principal característica y lo movilizaba a hacer las cosas aunque pareciera que no se podían hacer. “Saliendo de visitar a un párroco de la Banda un día me lo crucé a Juan; él siempre andaba en una moto. Ese día estaba cargando un colchón en un brazo —la escena era inverosímil para el padre Daniel Clerici—. '¿Qué hacés con eso Juan?' Le pregunté. ‘Y bueno —me dijo Juan—, hay inundados y no conseguí un vehículo así que tengo que trasladar los colchones en la moto’. Así que ahí andaba con los colchones envueltos trasladándolos de a uno desde La Banda hasta uno de estos pueblos, no sé si era La Florida o Delfín Gallo que se había inundado”. Daniel Clerici y Juan Viroche se conocieron a finales de los 80 en uno de los campamentos de la Acción Católica en los que Juan, siendo de los más grandes, se encargaba de bautizar a los nuevos integrantes embadurnándolos con bosta de vaca, tirándolos al río o despertándolos al amanecer con el ruido agudo del triángulo.
Unos años después Juan decidió retomar sus estudios y terminar la secundaria en el Colegio Nacional por la noche. Con su familia todavía a cuestas, consiguió el título secundario. Con la inercia de las experiencias que recogía en los campamentos de la Acción Católica y envalentonado por su vocación decidió dejar de lado muchas de las preocupaciones que ponían freno a su deseo. Después del Colegio Nacional, y sin contarle nada a nadie, se inscribió en el Seminario. Siempre a contrapelo, el camino de Juan le proporcionaba algún escollo a sortear. “Al año siguiente de terminar la nocturna nos sorprendió cuando nos contó que se había inscripto en el Seminario. Se lo tenía bien guardado porque no quería que nadie influyera en su decisión. Único hijo varón, un apellido que no tiene casi descendencia; lo hicieron pensar mucho, pero siempre fue mayor la vocación que todo lo demás. Siempre la luchaba. Un año casi dejó el Seminario porque su mamá se había enfermado, salía y se enfermaba de nuevo. Al final falleció su mamá y él perdió el año, pero al año siguiente siguió estudiando sin el apoyo de ninguna familia, comprándose sus propias cosas”, cuenta Manuel.
“En mi fiesta de 15 —relata Silvana Zelaya y se le quiebra la voz— Juan se bailó todo. Se limpiaba los mocasines en el pantalón de jean. Se divertía mucho. En los campamentos se pasaba inventando personajes mezclando los ojos de uno, el pelo de otro y el cuerpo de otro. Era muy alegre y esa alegría quiero que quede en mi memoria más allá de este momento triste”. Silvana lo conoció en la época del Barrio Victoria y de los campamentos de la Acción Católica y desde entonces nunca dejó de ser su amiga. Encontraba en Juan un consejero que estaba siempre dispuesto a escuchar y levantarle el ánimo. En su cabeza no entra la posibilidad de que Juan se quitara la vida. La alegría con la que vivía, la fuerza con la que enfrentaba las dificultades que la vida le ponía resultan contradictorias con la teoría del suicidio.
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La Florida y Luisiana, Delfín Gallo y Wenceslao Posse son tres pueblos que viven hermanados. No por una historia heróica que se remonta a los albores de la construcción de la patria, ni por sucesos de trascendencia provincial, sino porque conforman un continuum urbano (en su ruralidad) que hace casi imposible al extranjero saber dónde empieza uno y termina el otro, o incluso saber en qué distrito se encuentra el visitante. Al menos esa es la sensación que aparece al pisar por primera vez la zona. Adentrándose por La Florida y cruzando una pequeña plaza que está al frente del edificio comunal de Delfín Gallo se encuentra la iglesia Nuestra Señora del Carmen de Wenceslao Posse. Allí es donde se montó la capilla ardiente que despidió los restos del padre Juan Viroche. Allí es donde la fila de personas que quería despedir al cura se extendía constantemente por espacio de una cuadra y parecía retroalimentarse. Los peregrinos que rezaban rosarios durante la espera aguantaban el frescor de la noche para ingresar a la capilla que, atestada, vivía un estado de misa constante. Aunque abundaran los lamentos y los desconsuelos la situación general no era desoladora ni transmitía tristeza. Los fieles que conocieron al padre Juan se reunían más bien para brindarle homenaje: su trabajo en la comunidad había conseguido conquistar al pueblo que él supo escuchar.
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Comprometido con la vida cotidiana de los pueblos de la zona, el padre Juan decidió acompañar la lucha contra el paco que se extiende sin pausa entre los jóvenes que no encuentran trabajo ni expectativas de vida. Ese flagelo se acrecienta allí donde la pobreza y la marginalidad están presentes, pero las oportunidades de trabajo y el Estado no. Esa carga que trae consigo la inseguridad y el temor para quienes tienen la suerte de tener algo. Para los que no tienen nada sólo sirve para hundirlos un poco más. También denunció casos de prostitución infantil, lo que produjo un combo intolerable para los dueños del negocio que se dieron a la tarea de amedrentar al cura que los ponía en evidencia. Así empezaron las amenazas a Juan y su familia a través de mensajes en las redes sociales o acciones más sutiles como el robo de la corona a una imagen de su capilla. Esto lo impulsó a marchar por las calles de La Florida para denunciar el amedrentamiento y hacerles saber a los que estaban detrás que no lo iban a callar.
Cansado de las amenazas, de la connivencia policial (hace pocas semanas en un golpe comando liberaron a un líder narco de la comisaría de Delfín Gallo quien había sido extrañamente trasladado desde la Brigada de investigaciones) y de la falta de respuestas por parte del Estado a las amenazas que sufría, solicitó a las autoridades eclesiásticas que lo trasladaran. Temía por su vida y por el bienestar de sus familiares más cercanos. Desde el arzobispado se aceptó “el enroque”, como dijo Juan en un audio que se difundió este fin de semana, y se esperaba el traslado para la segunda semana de octubre.
Las condiciones de la muerte de Juan generaron un estado de escepticismo generalizado. Casi nadie cree que se haya quitado la vida. Sin muchas pruebas concretas pero con indicios reales, en la población revolotea el fantasma del asesinato a manos del narcotráfico. Sin embargo, también circularon otras posibles versiones que buscan, en el marco del periodismo amarillo, derribar el mito del buen curita. Las versiones de relaciones con mujeres alimentaron el negocio periodístico. Pero la incógnita no se resuelve con publicaciones mediáticas aceleradas, hipócritas y condenatorias que, tras los datos preliminares de la autopsia y con el sólo objetivo de ponerse en el ojo de la tormenta para sumar likes, surgieron como hongos después de la lluvia. Si el padre Juan Viroche no pudo sostener una tradición antibiológica y arcaica sólo demuestra lo anacrónico de la práctica del celibato; si eso lo llevó a entrar en contradicción con sus creencias y valores sólo demuestra lo humano que era. Por ahora es difícil e inconveniente arriesgar conclusiones tajantes. El fiscal López Ávila, quien supo enfrentar a la corporación judicial que amparó a los asesinos de Paulina Lebbos, sostiene ambas hipótesis en la investigación. En principio parece inverosímil que un hombre asustado por las amenazas, que tenía un proyecto de vida y objetivos a cumplir, pudiera quitarse la vida. De todas formas para aclarar eso está la Justicia. Esa Justicia que no está libre de presiones e infiltraciones del narcotráfico, que no es inocente de castigos injustos y perdones incomprensibles. Pero para eso también está la soberanía popular, para descreer hasta que no queden dudas, para sospechar de poderes oscuros y tan reales como el dinero que los moviliza, para exigir que haya justicia. Para eso también tiene poder la Iglesia, si es que la jerarquía eclesiástica decide cargar con la responsabilidad de buscar la verdad; si es que deciden acompañar el sentir del pueblo que los acompaña haciendo caso omiso a las contradicciones de una institución de jerarcas ricos que moviliza a los pobres y que no procesa algunos de los pedidos (a veces insuficientes) de reforma que expresa su máxima autoridad. El arzobispo Alfredo Zecca probó esta semana la amargura del reproche y sabe que sus movimientos van a ser observados por los seguidores de la Iglesia y todo aquel que se preocupe por el desenlace del caso.
De todas formas está claro que la población encontró en el padre Juan un ejemplo de lucha, una guía por donde flanquear la insoportable realidad colmada de injusticias. Una realidad en la que las madres que ven morir a sus hijos tienen que seguir pidiendo todas las semanas que el Estado desarrolle una política que combata al paco mientras la policía sigue pasando a cobrar su parte por la casa de los dealers. Esas madres que deben enfrentarse al infierno que se desata puertas adentro de sus hogares cuando sus hijos ingresan en la adicción al paco y al infierno externo que les aporta la realidad cuando son amenazadas como le ocurrió este sábado a Elsa Juárez, de las Madres del Pañuelo Negro. Según trascendió, Elsa fue obligada a subir a un auto y deambular durante dos horas con tres sujetos que la amenazaron para que no participara del programa de Mauro Viale en Buenos Aires y, como remate, debió sufrir la brutalidad policial cuando personal de la comisaría de Banda del Río Salí se negó a tomarle la denuncia que finalmente fue radicada en la fiscalía, dejando en claro de qué lado se encuentran las fuerzas de “seguridad”.
La práctica de Juan y su decisión de enfrentar a uno de los fenómenos más trágicos de la actualidad, un fenómeno que compra voluntades en todas las instituciones de poder, es lo que su pueblo va a recordar. Es por su voluntad de impedir que más jóvenes dejen su vida en cortas pitadas de veneno, es por su alianza inquebrantable con los de abajo por lo que nadie quiere aceptar que haya terminado él mismo con su vida.
En Manuel, en Silvana, en Daniel y en todos sus amigos queda el recuerdo de un hombre alegre, feliz y comprometido; en los feligreses, el recuerdo del cura que siempre estaba dispuesto a escuchar sin reprender; y en la población queda el recuerdo del hombre que se enfrentó a lo peor y más peligroso de la sociedad actual. Quizás se conozca lo que pasó, pero las instituciones no son ingenuas, los poderes no suelen ser amigos de la verdad. Paulina Lebbos, María Soledad Morales, Marita Verón son ejemplos claros de que la justicia no llega, se construye, sobre todo cuando están en juego poderes e intereses inconfesables. Y en esa construcción, la presión y la movilización popular son herramientas poderosas para exigir justicia.