Política agresiva en un país dicotómico

La historia argentina estuvo siempre marcada por dicotomías entre gobiernos oficiales y opositores. El país no sólo se acostumbró a atravesar batallas, discusiones y hasta dictaduras sino que además se fue construyendo el diálogo, la crítica y, sea como fuere, la palabra. Es esa misma oportunidad de opinar la que fue llevando a que Argentina se constituya en la democracia que tanto se anheló después de crueles gobiernos militares. A 37 años desde la última dictadura militar y con juicios de lesa humanidad en marcha en diferentes puntos del país, el valor de la palabra se encuentra opacado por la violencia. En los últimos años se fue fomentado desde gobernantes nacionales y los candidatos opositores una rivalidad que roza lo bizarro, patético y bochornoso. Ya sea como estrategia para atraer a las masas, como discurso político o por la incapacidad de poder separar sus prejuicios de su lugar como funcionario, muchos de los que se encuentran en la nube de la política Argentina han dedicado varios comentarios descalificadores que alcanzan niveles de agresión impensados a miembros de partidos contrarios. Tanto es así que puede observarse la división sin hacer mucho esfuerzo y sin conocer demasiado a los candidatos. El problema mayor surge cuando esa división se expresa en los ciudadanos, quienes se abuchean, insultan o subestiman entre ellos por sentirse identificados con los ideales de uno u otro gobernante. Al fin y al cabo, ¿no se lucha por un país libre, democrático y que respete las elecciones de cada argentino?

Sobran los ejemplos que demuestran el punto de violencia que se ha alcanzado con tanta división y batalla entre los empresarios, funcionarios o postulantes. El episodio más reciente es el abucheo que se generó hacia el economista Axel Kicillof en el famoso “Buquebus” que conecta Argentina con Uruguay. Allí un grupo de pasajeros argentinos agraviaron verbalmente al viceministro de economía frente a sus hijos, humillándolo y escrachándolo públicamente. Otro caso ejemplar fue la desacreditación en forma de gritos e insultos que recibió Amado Boudou en el acto del Bicentenario de la Batalla de San Lorenzo en Santa fé días atrás. También es vergonzosa la manera en la que el humorista y candidato del Pro, Miguel del Sel, se refirió a la Presidente de la Nación en un sketch teatral. Sin ir más lejos, el músico y artista León Gieco descalificó al partido del Pro al igual que lo hicieron en alguna oportunidad Hebe de Bonafini y Aníbal Fernandez.

Es evidente que los argentinos por lo general son impulsivos y arrogantes a la hora de hablar de política. Puede ser el peso de la historia o la costumbre de cargarle todos los problemas al que está sentado en el sillón de Rivadavia. Sin embargo, poco ayuda a calmar la euforia y los prejuicios ciudadanos para con el Estado, si los propios funcionarios se muestran soberbios, narcisistas y superiores para con los que tienen la última palabra: el pueblo. Y no es algo que se diga en las calles o que se hable en algún café, pues en más de una oportunidad se transmitió la soberbia de Cristina Fernandez de Kirchner al desacreditar a la universidad de La Matanza o al subestimar el trabajo de los docentes y periodistas, por marcar algunos ejemplos.

Así, tanto desde el camino oficial como desde la oposición, desde la izquierda como desde la derecha, desde el moderador como desde el extremo, nada justifica la violencia y la falta de respeto hacia el que piensa diferente.

No se trata de marchar “en contra de” o de incomodar a algún presidente. Se trata de tener conciencia crítica y saber que le hace bien y que le hace mal políticamente a la Nación. Empezar por entender que opinar no es sinónimo de agredir es algo fundamental para muchos de los intelectuales que hoy gobiernan el suelo argentino.

Javier Sadir

jsadir@colectivolapalta.com.ar