Willy van Broock: “Cuando decidí escribir una novela tuve ganas de hablar del desarraigo”
“Estar acá es un sueño hecho realidad”, respondió cuando le pregunté por las veces en las que no podía creer lo que le estaba pasando. Esperaba que soltara el nombre de alguna celebridad o me contara sobre algún lugar considerado la meca del teatro, de la literatura o de las artes audiovisuales. Ya me había dicho, como al pasar, que había trabajado con Jorge Marrale, Miguel Ángel Solá, Darío Grandinetti. Ya sabía que había ganado un premio ACE como guionista en una terna compartida con Los Macocos y Les Luthiers. “Mi tío Miguel fue el primero que me regaló un Asterix cuando yo tenía seis o siete años y hoy, estar acá, en la que fue su librería haciendo esto, es impagable” completó la respuesta, recorriendo con la mirada el salón lleno de libros.
Wilfredo van Broock está sentado en una banqueta en el fondo de la mítica y tradicional librería El Griego. La que Miguel Frangoulis -el tío Miguel- abrió a principios de la década del 70, al lado de la iglesia Catedral, y que años después se instalaría definitivamente en la calle Muñecas. Esa noche presenta en Tucumán La vida por delante, su primera novela. Aquí nació y vivió hasta los trece años, cuando su familia decidió mudarse a Bariloche. De aquí se fue llorando con el corazón estrujado de impotencia y dolor dejando atrás a los compañeros del colegio. “El único que se iba contento era mi papá”, dirá más tarde, ante un salón lleno de amigos, familiares y ex compañeros.
Los recuerdos que comparte en una entrevista devenida en charla amena -a pesar de la incomodidad de la banqueta- recorren los paisajes del barrio Belgrano, las travesuras de las siestas y la imagen de su mamá con un zueco en la mano diciéndole “Wilfredo”. “Soy Willy desde siempre, salvo cuando mi mamá estaba enojada”, dice el hombre que le escapó a la escritura un tiempo, hasta que las letras lo alcanzaron y no le quedó más remedio que rendirse a ellas.
¿Qué tenía que pasar para que tu mamá te diga Wilfredo con el zueco en la mano?
Yo era muy curioso, siempre me subía a los techos, me escapaba a la siesta, siempre me gustó no acatar las normas. Sobre todo cuando me convertí en adolescente. Era muy rebelde. La única norma que yo obedecía era decirle a mi mamá dónde estaba y si volvía o no volvía. Yo me divertí muchísimo pero ellos…¡JA! Mi mamá era muy estricta. Después se fue ablandando con los años pero cuando era chico era muy estricta. Me parece que era un poco la educación de la época en la que era muy importante cumplir con la escuela, que los deberes estuvieran bien hechos y prolijos, que uno siguiera la norma y eso significaba poner límites de una manera rigurosa. No tengo un recuerdo sufrido de eso, pero era mi realidad y la de mis amigos.
¿Cuáles eran los lugares donde recordás esas travesuras?
El barrio Belgrano, pero no el de hoy. En ese momento era un barrio nuevo, eran tres manzanas con casas de dos pisos rodeadas de baldíos que eran como pastizales. Atrás había una lomada que se perdía allá abajo donde había, a veces, un campamento gitano. Me acuerdo que íbamos con un amigo hasta la punta de la lomada, mirábamos el campamento gitano al fondo y aunque teníamos terror, porque nos decían que los gitanos se robaban los niños y ese tipo de cosas, estábamos siempre con la tentación de ir hasta ahí.
¿Cómo fue irse de Tucumán?
Fue tremendo. Yo no me quería ir, tenía el colegio que era el Gymnasium, que amaba con locura. Para mí, irme a vivir a Bariloche era como si me dijeran que nos íbamos al planeta Marte. No tenía ninguna imagen de la patagonia, ni siquiera la imagen turística. Y no me importaba, yo no quería irme y me tuve que ir igual. Entonces fue muy doloroso en el desarraigo, y fue muy difícil en el arraigo. De pronto estaba en un pueblo de 60 mil personas donde se conocían todos y yo me sentía distinto. Tenía un acento que nadie más tenía. Entonces todo lo que a mi me gustaba de mi, pasó a ser lo que me identificaba como distinto, y en ese momento de mi vida yo quería ser igual. Sacarme el acento fue algo que hice a conciencia. Me lo arranqué.
¿Cómo fue volver a Tucumán?
Hoy Bariloche es uno de mis lugares en el mundo y a Tucumán volví cuando terminé el colegio. Volví a estudiar arquitectura. Duró nada, cuatro meses. Creo que en realidad me vine para poder elegir irme y sentí que ahí quedó saneado eso. Sin embargo, a mis 45 años, cuando dije: ‘voy a escribir una novela’, de lo que tuve ganas de hablar era de ese desarraigo. Así que capaz algo queda por ahí.
¿Cuánto hay de autobiográfico en esta novela?
La novela tiene una parte que es muy autobiográfica porque cuento algo muy parecido a lo que me pasó a mi cuando me tuve que ir. En lo que difiere es que la novela ocurre como 10 años antes de cuando me fui, pero el elemento del desarraigo es muy autobiográfico aunque después la novela se convierte en una ficción pura. Y termina con algo que no tiene nada que ver conmigo: Malvinas.
¿Por qué tu novela termina con Malvinas?¿Fue algo buscado a conciencia?
Yo registro que Malvinas aparece en mi vida de una manera muy fuerte en dos momentos. Primero cuando estaba en cuarto grado, en la escuela Mitre. Un día vino un combatiente que, yo ahora me doy cuenta, debió haber sido apenas terminó la guerra porque fue en septiembre. El chico debió haber tenido 18 o 19 años, nosotros éramos chicos de entre 6 y 12 años. Me acuerdo que empezó a generarse una cosa de pedirle autógrafo. Hasta que en un momento la directora dijo: ‘No, no chicos. No es esto’. (Mirá, se me eriza la piel cuando te lo cuento).
El segundo momento fue cuando tenía 18 y vivía en Mendoza. Volvía de la facultad en el colectivo y subió un ex combatiente que contó su historia. Contó que había ido a la guerra y todo lo que había pasado. En un colectivo en el que había cinco personas. Me acuerdo que era de noche ya, me bajé en la plaza Independencia y me largué a llorar. Estuve como una hora llorando porque en ese momento tomé conciencia de lo que había sido la guerra. Y pensé que aquel chico que había ido a mi escuela tenía mi edad. En esos dos eventos algo se gestó en mi con el tema de Malvinas y siempre supe que algo iba a hacer con esto.
¿Cuándo empezaste a escribir?
Empecé a escribir cuando tenía 13 años, cuando llegué a Bariloche. No pensé que iba a escribir hasta que me senté en la cama de mi mamá y mi papá y agarré una lapicera. Entonces me di cuenta que ahí había algo para mi, no sé qué. Escribí mucho tiempo sin leer literatura. Entonces era una voz que divagaba. Asociaciones libres, relatos cortos, relatos fantásticos, poesía. Todo sin estructura. Entonces, la escritura siempre me acompañó, pero tardé mucho tiempo en considerarla algo para mi. Fue raro porque mi mamá desde que soy chico me dijo: ‘vos tenés que escribir’. Y yo le decía: ‘no, yo quiero ser actor’. Y después dije: ‘no, no quiero ser más actor. Quiero ser director’. Y ella seguía diciendo que tenía que escribir.
¿Cuándo te amigaste con tu lado escritor?
Cuando egresé del estudio del maestro Carlos Gandolfo, que es uno de los grandes maestros que tuve en la vida. Con un amigo queríamos hacer una obra de teatro y no encontrábamos el texto. Nos sentamos a escribir y la actuamos y terminamos ganando un premio. Después, en 2007 más o menos, me di cuenta que había algo que tenían los actores que yo no tenía. A mi no me faltaba el oxígeno cuando no estaba en el escenario. Y en esa crisis vocacional dije ‘lo único que sé hacer es escribir’. Y volví a escribir. Al poco tiempo empecé a trabajar como guionista y se me abrió un mundo.
Y la literatura ¿tardó en llegar?
Un poco, sí. Mi mamá, cuando empecé con los guiones me dijo: ‘¿y cuándo vas a escribir una novela?’ Mi respuesta fue: ‘No mamá, yo no escribo novelas, yo escribo guiones’. 15 años más tarde escribí una novela. Voy siguiendo los mandatos de mi madre con un poco de delay pero ahí voy. Con toda la rebeldía. Pero hay algo que tengo con la literatura que me gusta mucho, que es que yo no le debo nada y ella no me debe nada. No vivo de la literatura, no espero vivir de la literatura, no tengo compromisos con ninguna editorial, no lo necesito. Somos muy buenos amantes. Yo tengo todos los compromisos en el mundo de los guiones y eso implica hacer un millón de concesiones que no me molesta hacer.
Willy van Broock le dedicó la novela a su mamá y a su papá. Dice que el desarraigo es su propia versión del ‘viaje del héroe’. Sostiene con toda convicción que el arte no puede hacerse de otra manera que no sea colectivamente. Después sube la apuesta y afirma que nada en la vida se puede construir individualmente. “Nadie se salva solo”, resume y más tarde lo repetirá en la presentación de su libro. La otra semana, posiblemente, estará escribiendo más guiones en la productora de Adrián Suar, para la que trabaja actualmente. Pero esa noche, después de que se vayan casi todos los clientes, se quedará charlando en la librería del Griego -como lo conocemos en Tucumán a Miguel Frangoulis-, el tío que le regalase su primer libro de Asterix.