El fantasma del sentido
“Pronto deberemos elegir entre lo que es correcto y lo que es fácil”
Albus Dumbledore
Por Priscilla Hill
No hace mucho, una periodista amiga de mi pareja nos prestó su departamento en Chacarita para que pasáramos unos días en Buenos Aires de vacaciones, aprovechando que ella estaba en Tucumán, nuestra provincia de origen. Podríamos haber ido a un hotel, pero yo quería visitar el cementerio de la Chacarita y además decidimos ahorrarnos unos pesos y fumar sin tener que meternos en el baño por los detectores de humo. También es cierto que habitar casas ajenas tiene cierto encanto. Tengo en general un espíritu fisgón y me fascina mirar los rincones, los adornos y analizar los objetos que la gente atesora con los años.
Toda persona que tenga una biblioteca sabe que hay una externalidad íntima allí, que los otros se acercan a mirar como quien acaricia un cachorro, primero con timidez, después con ahínco y hasta cierto desborde, incluso. Había muchos libros y objetos libros, de diversas épocas, nacionalidades y editoriales, dispuestos de una forma singular, escamoteando claves, lenguajes y ordenes personales. Quise abrir muchos de los títulos, pero me detuve en uno que hace un montón de años mencionó una profesora en un curso como al pasar y que después me recomendó una amiga a las cuatro de la mañana en una de esas conversaciones imposibles de reconstruir más que por fragmentos. Mi vida siguió y fui a dar con ese libro, diez años después, de una manera contingente. Lo abrí. Esto fue el 10 de enero a las 19 horas. Terminé la novela un día después, desde un PDF que descargué en mi celular, en el avión de vuelta a mi provincia, al lado de un desconocido de veintipico de años que se durmió sobre mi hombro como si fuéramos familiares yendo en auto a Mar Del Plata en 1997. La lectura estaba afectándome tanto que consideré que correspondía dejar al chico dormir e ignorar las turbulencias del vuelo porque la novela es realmente un diamante.
Sostiene Pereira representa – dicen- el texto que le valió a Antonio Tabucci el reconocimiento mundial. Lo redescubrí por azar y porque necesitaba leerlo y la ficción sabe cómo llamarte. Puede leerte, valga el chiste, y sabe por qué la estás leyendo, aunque las razones por las que se llega a un texto y las formas en las que se sale de él suelen tornarse opacas e indiscernibles.
Mientras leía, me preguntaba qué nos lleva a hacer exactamente lo opuesto a lo que decimos que vamos a hacer. Porqué cuando definimos –por ejemplo- que vamos a ir por Ayacucho vamos por Chacabuco o porqué cuando alguien nos lastima tardamos un tiempo mucho más humillante de lo necesario en dejar de recaer en ese mal querer o porqué las conversaciones nunca suceden como las construimos mentalmente en nuestros monólogos.
¿Por qué a veces terminamos en un banco alimentando una paloma o un recuerdo? ¿Por qué tenemos manías vergonzosas que no podemos esquivar? ¿Qué nos lleva a hacer lo que hacemos hasta que un día resulta que hemos cambiado y nos enteramos por signos erráticos o por la huella del desconocimiento en el gesto de una persona cotidiana? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Aún el más prudente de los seres a veces se siente en guerra con sus modos conocidos de proceder y quizás- porque aquí estamos en el plano de las hipótesis- se trate de la búsqueda del sentido, de su fantasma, de las posibilidades que dejamos fuera cuando optamos por seguir un camino y que se nos aparecen en sueños, en lapsus o equívocos, en las frustraciones en las que se transforman los proyectos que no nos atrevemos a concretar o las personas que no nos animamos a ser.
Cuando empecé a leer la novela de Antonio Tabucci supe que ese personaje, Pereira, un periodista sumido en una existencia que empieza a volvérsele extraña y que habla con el retrato de su esposa muerta, construiría un universo de preguntas que también son mías. Un texto de un tenor filosófico y político que consagra a su autor y lo vuelve patrimonio del mundo.
Por todo eso tal vez el fascinante personaje de Pereira- renegado y empleado de un diario mediocre- no se deshace de las necrológicas "subversivas" del segundo personaje, el joven Monteiro Rossi. Las conserva aunque sean "impublicables" para en un Portugal que empieza de a poco a desaparecer derechos y personas mientras en España sucede la guerra civil y matan a García Lorca. Por eso, a pesar de todos sus miedos y dudas y quizás por eso mismo, ayuda a un hombre sin familia, que escribió una tesis sobre la muerte y que insiste – pese a las negativas constantes de Pereira- en hablar de la vida y de la fe. Por eso también escucha a un médico que le dice que a veces es bueno dejar de tener vínculos con el pasado para tener vínculos con el futuro. Por eso sale de su casa todos los días con la esperanza de cortar de raíz las novedades que lo desanclan del confort de su insulsa vida y por eso en un torbellino de paradojas, las alimenta.
Sostiene Pereira es una novela absolutamente actual, aunque sus primeros ejemplares hayan visto la luz hace casi treinta años. Se escribió en el 94 y se ambienta en la segunda mitad de la década de 1930 en Portugal, tierra que poco a poco va perdiendo su aparente neutralidad frente al avance del nazismo y en la que la censura y el terror empiezan a cobrar peso. Cada capítulo inicia con la fórmula enunciativa “sostiene Pereira”, en una inteligente narración donde el personaje habla mediante un testigo, hecho que va diluyéndose con el correr de la historia hasta alcanzar al final un yo necesario, un yo que es presente y sangre y que no puede decirse desde ninguna voz que no sea la propia. Pereira se lamenta de las prácticas militantes del joven Monteiro Rossi y de su novia Marta, del riesgo al que se exponen, de la tendencia a desobedecer los requisitos que el mismo Pereira le pone al muchacho para contratarlo en la página cultural del Lisboa: necrológicas de autores importantes que puedan llegar a morir de un momento a otro. En cambio, Monteiro Rossi con la ayuda de Marta le envía textos descabellados sobre poetas rusos que el Lisboa jamás podría publicar, porque Salazar despliega sobre el pueblo la violencia de la tiranía. Le paga de su bolsillo, lo invita a comer porque lo ve desgarbado y adopta hacia él un aire paternal del que no quiere hacerse cargo. Lo busca para hablar de la muerte y lo que termina pasándole es que la vida empieza a asomarse debajo de los velos del hartazgo y el duelo por su difunta esposa que no procesa, y la ceguera frente a los horrores políticos contra los que empieza a rebelarse.
Pereira se encarga de traducir autores franceses del siglo XIX al portugués. Disfruta de hacerlo y la distancia epocal con su propio tiempo le da la ilusión de imparcialidad política hasta que la censura lo pone entre la espada y la pared porque Francia entra en guerra con Alemania y Portugal no quiere dar mensajes equivocados mediante la prensa. Empiezan a exigirle un nacionalismo que lo lleva a cuestionarse lo que no se dice, pero sucede. Empieza una mutación dolorosa. Empieza a vivir, en otras palabras. Gradual pero irreversiblemente, Pereira abandona su condición de periodista banal para devenir en el periodista que se necesita, pero no siempre se quiere porque nadie es profeta en su tierra ni en su tiempo.
No quiero dar más datos sobre el texto, cada quien encontrará rutas de lectura distintas. Pero sí quisiera referir unas breves líneas sobre el epílogo a la novela, a cargo de su autor, que es el epílogo que merece una obra como Sostiene Pereira.
Tabucci, que nació en Italia, pero vivió y estudió en profundidad la cultura portuguesa y murió en Lisboa, cuenta que asistió al funeral de un viejo periodista de origen portugués que se había exiliado a París después de enfrentarse al régimen de Salazar y escribir una gran cantidad de artículos denunciando la dictadura. Era ya la década del noventa y había vuelto la democracia, pero esta figura –cuyo nombre Tabucci se reserva- inspiró al personaje de Pereira: “un personaje en busca de autor”, según él. Durante noches febriles la construcción del personaje lo acechó hasta que logró delinearlo y contar su historia, que es una ficción, pero que grita realidad. El epílogo termina así:
“Por una afortunada coincidencia, acabé de escribir la última página el 25 de agosto de 1993. Y quise registrar esa fecha en la página porque es para mí un día importante: el cumpleaños de mi hija. Me pareció una señal, un auspicio. El día feliz del nacimiento de un hijo mío nacía también, gracias a la fuerza de la escritura, la historia de la vida de un hombre. Tal vez, en la inescrutable trama de los eventos que los dioses nos conceden, todo ello tenga su significado”.
La crítica literaria moderna ha insistido en separar obra de autor y cierto es que son cosas distintas. Sin embargo, cuando se cruzan, a veces, se produce la magia y nos asusta menos la obligatoriedad de la razón, el mandato del fantasma del sentido, ese que sucede –ni más ni menos y por suerte- en tanto estemos vivxs.